Nuestra conexión con las estrellas
- Álex Tuñas Corzón
- 7 ene 2018
- 4 Min. de lectura

¿Quién no se ha tirado alguna vez sobre la arena de una tranquila playa o la hierba de un plácido campo a contemplar el maravilloso manto estrellado?
Seguramente se trate esta de una de las actividades más comunes desde los albores de la conciencia. En la infancia de nuestra especie, decenas de generaciones anteriores al cine y al teatro, el cielo nocturno era visto como una majestuosa obra desplegada por seres superiores. Multitud de héroes y mitos se fueron haciendo con un hueco en ese inmenso escenario cósmico, mientras más bien poco se sabía acerca de la verdadera “personalidad” de aquellos brillantes actores celestiales. Hoy en día, cientos de miles de años después de que los primeros homínidos elevasen por primera vez su cabeza, o mirasen fijamente sus curtidas manos, haciéndose las primeras preguntas metafísicas, disponemos de un coherente modelo explicativo acerca del origen de lo que nos compone; un modelo, fruto de la paciente y meticulosa observación y experimentación, que sorprende además por la espiritualidad que lo envuelve.

Como todo ente material, nuestros cuerpos están formados por diferentes tipos de átomos (o elementos químicos). De entre los casi 100 elementos naturales, el hidrógeno, con sólo un protón y un electrón, es el más ligero, siendo además el elemento más abundante del Universo. A éste le sigue el helio, que posee el doble de partículas subatómicas que el anterior. Actualmente se sostiene que ambos fueron creados tras el Big Bang, una colosal expansión de materia, energía y espacio-tiempo que los modelos cosmológicos indican debió ocurrir hace unos 13.700 millones de años.
Los restantes elementos, sin embargo, fueron -y continúan siendo- creados en el interior de gigantescos crisoles celestiales: las estrellas. Para entenderlo, es importante tener en cuenta la existencia de una competencia entre dos fuerzas en estos astros. Por un lado, la fuerza de la gravedad tiende a colapsar la estrella hacia el interior debido a su enorme masa; por otro, la energía derivada de las fusiones nucleares (energía termonuclear) que tienen lugar en su interior tiende a expandir el astro hacia fuera. Al principio, la fuente de esta energía que hace frente a la gravedad son átomos de hidrógeno (el combustible estelar inicial), que por medio de una serie de reacciones encadenadas se fusionan entre ellos formando átomos de helio y fotones (las partículas responsables de que las estrellas tengan luz propia).
Nuestro Sol es un ejemplo de astro en esta fase. No obstante, este equilibrio de fuerzas no es para siempre. Así, a medida que se va consumiendo el hidrógeno y se va agotando este primer combustible, la fuerza de gravedad empieza a ganar a la termonuclear y la estrella inicia un colapso. La propia presión de este colapso puede hacer que la temperatura aumente lo suficiente como para que a continuación tenga lugar la fusión del helio en carbono y oxígeno. Cuando esto ocurre, la energía liberada provoca que las capas más exteriores se hinchen surgiendo un nuevo tipo de estrellas, las conocidas como gigantes rojas (estrellas que llegarían a abarcar más allá de la órbita terrestre si estuviesen en el lugar del Sol). Tras un tiempo, el núcleo de éstas se termina volviendo inestable y la estrella expulsa de forma pulsátil las capas exteriores, formándose hermosas nebulosas planetarias cargadas de elementos tales como carbono, oxígeno o nitrógeno, que pasan a enriquecer el espacio interestelar.
Esta evolución es común, pero no la única existente. Los remanentes estelares de las gigantes rojas anteriores, conocidos como enanas blancas, estrellas con aproximadamente la masa del Sol pero con un tamaño similar al de la Tierra, se enfriarán eternamente si están solas. Sin embargo, cuando existen en parejas junto a otra estrella, puede ocurrir que una de ellas tome materia de su compañera, dada su enorme gravedad. Entonces, si debido a este “vampirismo” estelar se supera 1,4 veces la masa de nuestro Sol (el conocido como límite de Chandrasekhar), la estrella explotará, convirtiéndose así en una supernova (supernovas tipo 1a). Por otro lado, existen estrellas tan masivas que, sin la necesidad de absorber materia de otros astros, podrán fusionar elementos hasta llegar al hierro. Una estrella que haya llegado hasta este metal estará terminando sus días, pues la energía requerida para la fusión de este elemento es inmensa y la fuerza de gravedad terminará venciendo a la energía termonuclear. En menos de un segundo el núcleo estelar puede pasar del tamaño de la Tierra a tan solo unos pocos quilómetros de diámetro (pongamos por caso el tamaño de nuestra pequeña capital, Santiago). El resultado es una explosión descomunal (supernovas de tipo 1b, tipo 1c y tipo 2) y la aparición de una estrella de neutrones (formada por el remanente nuclear de la estrella anterior), cuya densidad podría ser equivalente, por hacernos una idea, a la masa de la catedral de Santiago reducida a una pequeña pelota.
Es en la explosión de estas estrellas donde surgen los elementos que nos componen físicamente: el hierro de nuestra sangre, el fósforo de nuestro ADN, el calcio de nuestros huesos o el carbono de nuestros músculos.

No cabe la menor duda de que el descubrimiento de cómo se originan los elementos, junto a la teoría de la evolución de Darwin, son dos de los hallazgos más enriquecedores de los últimos tiempos; y no inconexos, precisamente. Si pudiésemos rastrear nuestra ascendencia fisicoquímica hasta sus comienzos más remotos, en nuestro árbol genealógico encontraríamos una estrella. O como diría el gran divulgador Carl Sagan:
"Somos polvo de estrellas que piensa en estrellas; somos un medio para que el Cosmos se conozca a sí mismo."
Referencias:
-Investigación y Ciencia. 2007. Estrellas y Galaxias. Temas 47.
-Sagan, C. 1980. Cosmos. 27 ed.
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